viernes, 25 de agosto de 2017

La ecografía de las doce semanas

Esta vez tuvimos que esperar cuatro semanas para volver a ver a nuestro pequeño. ¡Una auténtica ecoespera, y no la semana escasa que pasamos entre la beta y la primera ecografía...! La verdad es que no sabía cómo iba a ser capaz de sobrevivir tanto tiempo sin noticias del embarazo, y después de pasarlo, solo puedo decir que me he tirado casi un mes conteniendo la respiración.

Al principio empezamos con fuerza. Todas las ecografías habían salido muy bien, y la tercera, especialmente, nos había llenado de confianza. Pero el palo de los análisis de Inmunología fue difícil de superar, sobre todo para mí. No obstante, con el paso de los días y un par de entradas para el blog (!), conseguí racionalizar la experiencia y recuperar la calma. El hecho de que, además, hubiera dejado la progesterona sin ningún sangrado, también me ayudó a no perder la cabeza. Y aunque hubo alguna crisis de síntomas antes de que llegara la gran fecha, en general puedo decir que pasamos los últimos días con bastante dignidad.

A pesar de ello, reconozco que seguía sin querer hablar del embarazo. A veces me planteaba, no obstante, hasta qué punto había convertido la ecografía de las doce semanas en un fetiche. ¿Acaso estaba en tanto peligro durante las semanas previas, especialmente después de la ecografía de las ocho semanas? Y lo que es casi más importante, ¿podía estar segura de que todo iba a ir bien después de esta ecografía? ¿Quién me aseguraba que todo el peligro habría pasado y que el embarazo se desarrollaría sin sobresaltos? En realidad, entendía que mi obsesión con esta fecha no obedecía a la racionalidad, pero ya era demasiado tarde para recoger todas las emociones que había volcado en ella.

El día D, sin embargo, fue harina de otro costal. Me puse tan nerviosa que, cuando la enfermera me tomó la tensión, me salió 14/8. "¿Estás nerviosa?", me preguntó. A mí me dieron ganas de responderle: "Nerviosa no, hija. ¡Estoy al borde del colapso...!". Durante la entrevista con la ginecóloga, no di pie con bola, presa como estaba de un efecto túnel de los gordos:

–¿Estás medicada?
–Sí.
–¿Y qué tomas?
–Eh... Eh...
–...
–Heparina... Ehhh...

Tardé mil años en recitar la lista de medicamentos y aun se me olvidaron algunos. Menos mal que en el informe de Inmunología venían casi todos y la doctora pudo completarla. Lo peor llegó con las preguntas de siempre, claro:

–¿Es tu primer embarazo?
–Sí.
–... –Alma dándome algunos segundos para ver si era capaz de reaccionar...
–...
–...
–¡Ay, no, no, no! Antes de este, tuve tres abortos.
–O sea, que es tu cuarto embarazo, ¿no?
–... –la galaxia entera dando vueltas sobre mi cabeza....
–...
–Sí...

Creo que, con esa respuesta, tanto la ginecóloga como la enfermera comprendieron mi estado de catatonia profunda. Así que no retrasaron más el momento de pasar a la camilla. Para mi alegría, la ecografía fue abdominal; aunque puedo asegurar que, a esas alturas, ya me daba igual lo que me hicieran: solo quería que me dijeran si el pequeño estaba bien.

La verdad es que las instalaciones de este hospital están fenomenal, lo que quizá sea una de las pocas ventajas que tenga acudir a un hospital nuevo. Así, mientras la ginecóloga hacía su trabajo en el monitor del ecógrafo, nosotras podíamos ver la misma imagen en una pantalla más grande que teníamos enfrente. Creo que, de no haber sido así, no habría aguantado la exploración sin desmayarme (!).

Por suerte, en cuanto vi aparecer una cabecita de bebé en la pantalla, entendí que nuestro pequeño había crecido mucho y que, seguramente, estaba bien. No diré que me relajé, porque eso sería decir demasiado; pero sí que el nudo en mi garganta se aflojó y pude disfrutar del espectáculo. El cual, por cierto, fue bastante largo, porque el pequeño estaba dormido (en ese estado fetal que se parece al sueño) y costó bastante que se moviera para poder hacerle las mediciones.

sábado, 19 de agosto de 2017

La espera agridulce

Imagen relacionada

Hace unos días, llevada por la intuición, abrí de nuevo Las voces olvidadas, un libro que ha sabido acompañarme y darme el consuelo que necesitaba en muchos de los momentos dolorosos que he atravesado a lo largo de estos últimos años. Recordaba que tenía un capítulo dedicado a la experiencia del embarazo después de una o varias pérdidas, y sentía que necesitaba leerlo.

La primera parte del capítulo, dedicada a las emociones de las mujeres que nos enfrentamos a esta experiencia, se titula "La espera agridulce". El título en sí mismo ya es un gran acierto, y las palabras que lo siguen, también. Releerlas me llenó de lágrimas, pero también de un profundo e intenso alivio. Vuelvo a comprender que no estoy loca, que no me enfrento sola a esta situación, que somos muchas quienes la hemos padecido, que debemos alzar nuestras voces para ser reconocidas y respetadas. 

La nueva gestación tras la pérdida [...] es una situación que va a suponer un desgaste físico y emocional muy importante. [...] El miedo es paralizante. Sentir que puede volver a ocurrir es aterrador. Es una prueba de resistencia [...], una maratón psíquica. Se ha perdido la inocencia de la espera para siempre. Pero tenemos una buena noticia: no todo el tiempo se vive en esta angustia. Hay treguas. Hay ratos de paz, de sosiego, de ilusión y de esperanza renovada. Como en una montaña rusa, la angustia vuelve. ¡Cuántas veces la mamá piensa que se habrá vuelto loca: por las supersticiones, por la hipervigilancia extrema...! [...] Un embarazo tras pérdida es así: saberlo y aceptarlo es mucho mejor, porque la angustia de pensar que este estado afecta negativamente al nuevo bebé asalta a menudo y acrecienta el padecimiento.

Me gusta la manera en que se expresan en esta obra, sin edulcorantes, sin juicios. No se recrean en el dolor, pero tampoco lo eluden: "Un embarazo tras pérdida es así". Me encantaría que todo el mundo lo supiera, para que, cuando algunas mujeres vivimos una buena parte del embarazo asustadas, lloramos de puro miedo sin causa aparente, o incluso parece que perdemos el contacto con la realidad; quienes nos rodean pudieran comprender que se trata de la actitud normal tras una (o varias) experiencias traumáticas. 

Para que pudiéramos sentirnos acogidas y respetadas, para que no tuviéramos que enfrentarnos a la vergüenza de sentirnos débiles y tristes cuando los demás opinan que deberíamos sentirnos alegres y empoderadas. Y, sobre todo, para que nadie nos dijera, con la mejor de las intenciones, que nos relajemos, que no hay ningún peligro, que todo va fenomenal; porque no estamos locas, nuestros cuerpos han sufrido una herida (o varias) y la única manera de sanarla es atravesando el dolor, no ignorándolo. Aunque el embarazo actual se desarrolle de manera perfecta, antes ha habido otros que no lo han hecho: los demás pueden haber aprendido a obviarlos, pero nosotras no podemos.

Son muchos los párrafos de este libro que yo misma podría haber firmado, párrafos en los que se describen situaciones muy concretas y que me hacen sentir menos sola en esta experiencia:

martes, 15 de agosto de 2017

Dejar la progesterona

Imagen relacionada

En la última visita a la clínica, la doctora me explicó cómo dejar la progesterona: un proceso que, según ella, debía empezar inmediatamente.

Para este tratamiento, llevaba una dosis de 600 mg. diarios, repartida en tres "tomas" de 200 mg. cada una. A mí me parece que es una cantidad bastante alta para tratarse de un ciclo natural, pero es la que prescriben en esta clínica y la que he utilizado en los dos tratamientos que he hecho con ellos.

En la clínica anterior, solo prescribían 600 mg. cuando se trataba de un ciclo sustituido de FIV (es decir, el que se hace después de la punción), porque se suponía que, al haber simulado una especie de menopausia mediante la nafarelina, el cuerpo no la producía por sí misma. En las transferencias en ciclo natural, sin embargo, llevé 400 mg.; y en las inseminaciones, 200 mg.

La doctora me explicó que dejaría la progesterona en dos semanas: durante la primera, ya no me pondría los 200 mg. del mediodía; en la segunda, quitaría los de la mañana; y empezaría la tercera sin medicación.

Cuando terminó, a mí se me había llenado la frente del sudorcillo frío que genera el miedo:

—Y esto... ¿cuándo empezaría?
—Hoy mismo.
—¿¿Hoy??
—¡Claro! ¿No has visto al embrión en la ecografía, que bien está, con su placenta y todo? ¡Ya no la necesitas!
—...
—...
—Qué miedo, ¿no?

El caso es que "hoy mismo" yo estaba de 8+4 semanas y se me hacía muy pronto. Siempre me había imaginado que llevaría la progesterona, al menos, hasta la semana doce; aunque también es verdad que nunca había llegado al momento de que me explicaran cómo dejarla, pues hasta ahora siempre la había dejado de golpe, ante un negativo o un aborto.

Lo cierto es que las razones de la doctora eran impecables. Como ella misma nos había explicado durante la ecografía, el cordón umbilical del embrión ya estaba bien formado y la placenta había empezado a funcionar; por eso mismo, la vesícula vitelina estaba más pequeña, ya que su función había terminado. Cuando la placenta "se hace cargo" del embarazo, el cuerpo lúteo que hay en nuestro ovario empieza a desaparecer, y con ello, la producción de progesterona que llevaba a cabo. Por tanto, y a partir de ese momento, ya no es necesario "apoyar" su función mediante un suplemento de progesterona, que, poco a poco, se puede retirar.

Esa es la explicación racional. Pero, en mi cerebro, yo solo oía: "Miedo-miedo-miedo-es demasiado pronto-miedo". Así que me pasé el calendario de la doctora por el forro y decidí empezar con el proceso cuando cumpliera las nueve semanas. ¡Lo sé! Fueron solo tres días de rebeldía, pero a mí me sentaron fenomenal (!).

Los primeros días entré en un estado de alerta permanente. Volví a la psicosis de los sangrados del principio del embarazo y esperaba encontrarme con la sorpresa en cualquier momento. Pero no ocurrió. Ni la primera semana, ni la segunda, ni la tercera. A pesar de ello, yo seguía asustada, y cada vez que me tocaba bajar la dosis, me planteaba alternativas.

Una de las que barajé fue la de duplicar cada semana, es decir, pasarme quince días con 400 mg. y quince con 200 mg., para así alargar la medicación hasta el final del primer trimestre. Estuve a punto de hacerlo, pero al final decidí que, mientras no me encontrara con ningún contratiempo, lo haría como me había prescrito la doctora. Al fin y al cabo, si el protocolo diera problemas, ya lo habrían cambiado.

Por otra parte, quien se haya puesto progesterona sabe la plasta inmunda que genera, y más en estas cantidades. Así que, muy a mi pesar, debo reconocer que ir bajando la dosis fue un alivio en lo que a higiene y comodidad se refiere. Mucho más teniendo en cuenta que estamos en verano, y que cada vez que me ponía un bañador, aquello acababa de muy malas maneras. Da igual cuánto te laves antes: de ahí sigue saliendo plasta durante muuucho tiempo.

A mi favor diré que el miedo a dejar la progesterona forma parte de la dependencia alienante que te crea este medicamento. En mi opinión, su uso indiscutible en reproducción asistida acaba convenciéndonos a quienes la utilizamos de que nuestro cuerpo la necesita, de que no somos capaces de llevar un embarazo adelante sin su presencia.

Como ya expliqué en otra ocasión, creo que la necesidad de utilizar suplementos de progesterona debería comprobarse en cada paciente (algo que forma parte de los estudios de infertilidad en otros países y que se realiza mediante un análisis en la segunda parte del ciclo menstrual), para poder ajustar la dosis a las necesidades reales de cada mujer, llegando incluso a eliminarla. Porque, insisto, si tan buena es, ¿por qué no se la recetan a todas las mujeres? ¿Por qué, de hecho, las mujeres que no están en reproducción asistida se encuentran con tantos problemas para conseguirla?

Pero no seré yo quien se queje de sobremedicación a estas alturas. Mi experiencia reproductiva me obliga a asentir, medicarme y callar. La buena noticia es que ya puedo dar por superada una nueva fase del embarazo, y que, por primera vez, mi cuerpo sostiene otra vida sin la necesidad de utilizar progesterona :)

sábado, 12 de agosto de 2017

Revisión en Inmunología (II). Completando el diagnóstico

Como ya adelanté en mi anterior entrada, el factor anti-Xa no fue el único valor que me salió alterado en los análisis de Inmunología. Concretamente, el inmunólogo había decidido repetirme unas pruebas de anticuerpos que ya me habían hecho con anterioridad dos veces, por si acaso en esta ocasión "daban la cara". Estos fueron los valores para los que tuve que hacerme un análisis estando de seis semanas, ya que los resultados tardaban bastante. Y, para variar, el inmunólogo volvió a dar en el clavo con ellos.

Los anticuerpos en cuestión son la anti-beta-2 glicoproteína I (IgG e IgM) y la anti-cardiolipina (IgG e IgM). Para quienes puedan tener interés en ello, os dejo los resultados que he ido obteniendo cada vez que me los han analizado:

Haz clic para ampliar.

Como se puede comprobar, sus valores han sido siempre muy bajos, incluso directamente cero, mientras no he estado embarazada; pero, en cuanto he conseguido hacerme los análisis durante el embarazo, tal y como sospechaba el inmunólogo, se ha descubierto "el pastel".

Para entender un poco más lo que esto significa, es necesario conocer la diferencia entre los anticuerpos IgG y los IgM. Los primeros hacen referencia a condiciones inmunitarias permanentes, mientras que los segundos se refieren a estados agudos, es decir, a reacciones que tienen lugar en el cuerpo mientras la causa de las mismas está presente. En mi caso, estos últimos son los que se han elevado, precisamente, como reacción al embarazo.

En la consulta, el inmunólogo me explicó muy bien qué implicaban estos resultados en concreto, pues, generalmente, cualquier valor por debajo de 20 U/ml, o incluso por debajo de 10 U/ml, se considera negativo. Según la experiencia de este equipo de Inmunología, sin embargo, a partir de 5 U/ml, los anticuerpos ya tienen suficiente actividad como para modificar las condiciones del cuerpo y, en casos como el mío, contribuir en el fatal desenlace que, hasta el momento, han tenido mis embarazos.

Esta "contribución", sin embargo, no vendría en forma de trombosis, que es la manera que tienen estos anticuerpos de actuar, pues su concentración es demasiado baja para ello; sino que estaría provocando una inflamación de tejidos como los uterinos. Mientras que esta situación no tiene apenas capacidad para afectarme en mi vida cotidiana, sí que puede resultar letal para el embrión, pues sus capas más externas, responsables de la implantación y de la formación de la placenta, tienen numerosos receptores para estos anticuerpos.

A estas alturas de la explicación, a mí ya me daba vueltas la cabeza, y me dieron ganas de gritarle al inmunólogo: "Todo esto está muy bien, pero... ¿¿voy a abortar o no??". Por suerte, ya estábamos llegando a la conclusión, que no podía ser mejor: "La buena noticia es que estos anticuerpos se controlan con adiro y heparina, así que... ¡estás cubierta!". Cuando escuché esa frase, solté un "¡¡Menos mal!!" que se debió de oír por todo el hospital, porque ya me estaban temblando hasta las pestañas, pensando como pensaba, para variar, que el embarazo se estaba yendo a la porra.

Lo mejor de este descubrimiento es que ya tengo un nuevo elemento que añadir a mi diagnóstico: el famoso síndrome antifosfolípido (SAF); en mi caso, con el apellido de "obstétrico". Por si alguien no lo conoce, se trata de una enfermedad autoinmune por la que el cuerpo reacciona ante situaciones que no son realmente amenazantes (por ejemplo, un embarazo) como si lo fueran, generando un estado de hipercoagulabilidad que resulta peligroso para el propio cuerpo.

El SAF, además, es una de las causas de aborto y otras complicaciones obstétricas más reconocidas, mucho más que algunas trombofilias sobre cuyas consecuencias los médicos no se ponen de acuerdo (por ejemplo, las que yo tengo). Según me explicó el inmunólogo, con niveles como los míos, los problemas suelen aparecer durante el primer trimestre, en forma de abortos involuntarios causados por una mala implantación, que es la consecuencia del estado inflamatorio de los tejidos.

Generalmente, si esto se corrige, el embarazo se desarrolla con normalidad, sin que sea esperable que los anticuerpos se eleven más todavía. A pesar de ello, también me comentó la medicación que utilizaríamos si esto ocurría, aunque él apostaba porque no iba a ser el caso. Cuando los niveles son más altos, los problemas surgen en el segundo y tercer trimestre, dando lugar a una serie de complicaciones a cada cual más atroz.

Como ha pasado muy poquito tiempo desde esta consulta, todavía no he podido hacerme a la idea de lo que verdaderamente significa todo esto, ni incorporarlo a mi historia de vida (aún ando peleándome con el hecho de padecer trombofilias, así que...). Sin embargo, he de confesar que no me ha sorprendido lo más mínimo descubrir que el problema con mis embarazos eran los propios embarazos.

Fue algo que vi clarísimo con el último aborto. Todo iba fenomenal y, de pronto, ¡bum! Mi cuerpo se lo cargó. No sé cómo explicarlo, pero lo noté perfectamente. La culpa no la tenían los embriones, no. Era algo que mi cuerpo hacía. El embarazo subía como la espuma y mi cuerpo, ¡zas!, lo desparramaba por el suelo. Fue entonces cuando entendí que algo me pasaba. Y ahora, casi un año después, he comprobado que mi intuición no se equivocaba. Algo me pasa, es más: ¡me pasan muchas cosas...!

No puedo terminar esta entrada sin explicar que mis análisis también incluían otros parámetros que, a diferencia de todo lo que he explicado hasta ahora, sí que salieron bien: hormonas tiroideas, glucosa, homocisteína y vitamina D. Las dos primeras estaban dentro de ese paquete de "porsiacasos" que le interesaba al inmunólogo; aunque, por el momento, no parece que nada más haya decidido dar la cara. Las dos últimas eran para revisar la medicación, que está siendo todo un éxito. 

Para que su efecto se mantenga, debo seguir tomando el ácido fólico masivo (que regula la homocisteína) y las gotas de vitamina D. En este último caso, el inmunólogo se lo pensó dos veces, porque ahora mis niveles están altísimos. No obstante, terminó decidiendo no bajarme la dosis, ya que, según me explicó, esta vitamina contribuye a mantener el sistema inmune a raya, algo que me conviene muchísimo ahora que sabemos que también tengo SAF.

La próxima revisión "completa" tendré que hacérmela a finales del segundo trimestre. Espero no llevarme ningún susto más para entonces, pero, por encima de todo... ¡espero llegar!

martes, 8 de agosto de 2017

Revisión en Inmunología (I). Factor anti-Xa

Resultado de imagen de jeringas innohep

Otra de las "nuevas experiencias" que he podido vivir en este cuarto embarazo ha sido la de hacerme análisis durante la gestación. Es la primera vez que los médicos se han dado la prisa suficiente que ha dado tiempo a valorar algunos parámetros importantes para mi caso, y, a falta de un control hematológico por culpa de la mala baba de mi anterior doctora de cabecera, ha tenido que ser el inmunólogo quien se haya lanzado a la supervisión (y rescate) de mi estado.

Los análisis me los hice estando de seis y siete semanas, y tuve que repartirlos entre dos pinchazos porque algunos resultados tardaban más que otros y no había otra manera de cuadrarlos con una cita en torno a las ocho semanas, que es cuando me tocaba revisión. Al inmunólogo, además, se le había "olvidado" avisarme de estos análisis con tiempo; así que, nuevamente, tuvimos que pagarlos de nuestro bolsillo e ir a la carrera, agregando más estrés al ya estresante periodo entre ecografías.

Lo peor fue que recogimos los resultados un día después de la tercera ecografía, cuando todavía flotábamos en la ensoñación de haber visto a nuestro pequeño moverse alegremente y latir con fuerza. Así que ver varios parámetros alterados significó una nueva bofetada de realidad y un regreso a la espiral de terror preocupación que creíamos estar abandonando. 

miércoles, 2 de agosto de 2017

La tercera ecografía. Alta en reproducción asistida

Al final, resultó que el protocolo de nuestra clínica incluía tres ecografías gestacionales. No fue algo que nos comentaran explícitamente, solo nos iban citando de semana en semana. Yo creía que, en cuanto escucháramos claramente el latido (algo que ocurrió en la segunda ecografía), nos darían el alta; pero no fue así. En cualquier caso, a mí me pareció estupendo, porque de esta manera hemos podido ver a nuestro pequeño un montón de veces y vigilar su desarrollo en las semanas más delicadas: de la seis a la ocho.

A esta tercera ecografía fuimos bastante tranquilas. Creo que siempre vamos a sentir miedo en el último momento, porque somos muy conscientes de que pueden darnos una mala noticia. Pero la experiencia de la última vez nos dio ánimos para enfrentarnos a las siguientes con un poquito más de confianza.

En esta ocasión, además, todo fueron buenas noticias. Tanto el saco como el propio embrión habían crecido bastante, mientras que el segundo saquito se había quedado prácticamente estancado. La doctora se detuvo a enseñarnos un sinfín de detalles: la bolsa de líquido amniótico rodeando al embrión, el cordón umbilical, la vesícula vitelina en retroceso ante la actividad de la placenta... Fue increíble ver todo aquello en la pantalla, la verdad es que el ecógrafo tenía una resolución bastante buena.

Lo mejor, por supuesto, fue ver a nuestro pequeño. ¡Estaba tan grande, tan definido...! Confieso que ni entonces ni ahora doy crédito a la idea de estar albergando un ser en mi interior. ¡Se me hace tan extraño...! Para mí, es como si viviera en la pantalla del ecógrafo, como una especie de tamagochi al que alimentan y cuidan en la clínica, y al que nosotras, de vez en cuando, vamos a visitar.


De nuevo, escuchamos el latido de su corazón, más contundente si cabe que en la ecografía anterior. Por si todo esto fuera poco, la doctora tuvo el detalle de regalarnos otro momento mágico: me dio unos golpecitos en la tripa (yo flipé bastante, porque no sabía qué estaba haciendo)... ¡y el pequeño empezó a moverse! Alma y yo nos quedamos con la boca abierta, porque no sabíamos que los embriones podían moverse tan pronto (aunque después leímos que eran espasmos nerviosos, no movimientos voluntarios). En cualquier caso, ¡fue precioso! Hasta la enfermera dejó lo que estaba haciendo para asomarse a la pantalla y disfrutar del espectáculo.

Después de la exploración, nos entregaron varios informes: el del propio tratamiento, uno con información sobre los donantes (grupo sanguíneo, color de pelo y piel, altura, raza y constitución de ambos; y la edad de la mujer) y el informe de esta última ecografía. También nos dieron una hoja para rellenar una estadística con el resultado final del embarazo. Entonces llegó el momento de la despedida: hubo besos y abrazos emocionados, reiteración de enhorabuenas y la petición de que fuéramos a visitarles con nuestro pequeño cuando hubiera nacido. 

Al salir de la clínica, nosotras también nos abrazamos. Ahora sí que habíamos alcanzado un hito con mayúsculas, ahora sí que estábamos estrenando una experiencia completamente nueva. Según nos fuimos alejando, empezamos a tomar conciencia de que, tal vez, nunca más tendríamos que recorrer el camino inverso. De que, en el mejor de los mundos posibles, se habían acabado las clínicas de reproducción asistida. 

Han pasado tres años, siete meses y dieciséis días desde que pisamos por primera vez una clínica de reproducción asistida hasta que hemos logrado salir de otra de ellas con el alta médica bajo el brazo.

LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...